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la perfección

la perfección

Asisto a una ceremonia de acogida a estudiantes excelentes en una sociedad de honor. Son chicos admirables, obviamente. Buenos alumnos, líderes, solidarios, con carácter. Así dicen los discursos, los aplausos, las miradas de sus madres, brillantes de lágrimas emocionadas.

Me pregunto, ¿y los que no lo son?

Aclaro: no estoy en contra de que se premie lo que hay que premiar. Y aunque me tiente, tampoco pretendo hablar desde la envidia o la frustración.

Sin embargo, pienso en mi hijo adicto buscando su recuperación día tras día, peleando denodadamente con ella cada segundo, esforzándose por sostenerse de su poder superior minuto a minuto. Encontrando su premio en la cotidiana alegría de saberse limpio solo por un día más.

Y pienso en mi hija, que tampoco está catalogada como excelente: en el apoyo que me da, en la fuerza de su risa, de su entereza, del amor por su hermano y de su constante lucha por hacer de la vida un lugar bello y seguro.

Esa es mi sociedad familiar de honor, me digo.

Y ya de nuevo puedo sonreír sin trabas.

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